Unidad 4. ¿Qué es la filosofía? (4): Verdad, justicia y belleza

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LOS APUNTES DE FILOSOFÍA (4) – 4º de ESO

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  • LECTURA PARA ESTE TEMA (para realizar voluntariamente y subir, así, la nota de la evaluación): «Sócrates: ¡Culpable!», capítulo 2 de Fernando Savater, Historia de la filosofía sin temor ni temblor, Editorial Espasa, Barcelona, 2017. [267 páginas] (DIFICULTAD MEDIA) [Descárgalo AQUÍ exclusivamente para uso educacional].

Posibles temas para disertar tras la lectura: ¿Cómo podemos llegar a saber cómo debemos vivir? / ¿En qué consiste «una buena vida» para los seres humanos? 

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Unidad 4. ¿Qué es la filosofía? (4): Verdad, justicia y belleza

Una característica fundamental del contexto en el que comenzó a ejercerse esta actividad que llamamos filosofía es el siguiente. Grecia estaba constituida por sociedades profundamente políticas, pues del uso público de la palabra dependía el entero destino de la civilización griega. Pero este uso de la palabra ya no era, como anteriormente, un uso encaminado a repetir los mitos, de generación en generación. Los mitos eran narraciones cuya función era situar a las personas en un universo coherente y dotado de un sentido único, en el cual cada una tenía su papel. Pero las ciudades griegas (polis) comenzaron a perder esa homogeneidad: ocurrió que la gente dejó de creerse los mismos cuentos y por lo tanto dejó también de actuar del mismo modo, como sí sucede, en cambio, en las culturas arcaicas o en las comunidades indígenas que estudia, por ejemplo, la etnología.

La procedencia política de la filosofía

Ocurrió que en las polis griegas, por motivos de tipo socioeconómico y geográfico, empezaron a abrirse a otras culturas. Por ese motivo, el cuerpo social griego se fue volviendo de manera progresiva heterogéneo, con individuos que creían cosas distintas y actuaban, o pretendían actuar, de modos distintos. De esta manera, el uso de la palabra dejó de servir meramente para que la tradición y sus normas, los usos y las costumbres del pueblo, pasaran a las nuevas generaciones, y empezó a ser imprescindible un nuevo uso de la palabra.

Jacques-Louis David, La muerte de Sócrates (La Mort de Socrate, 1787)

Este nuevo uso público de la palabra pasó a consistir en argumentar y contraargumentar, para llegar a acuerdos partiendo de posturas polémicamente enfrentadas. Desde el momento en el que empezó a ser necesario tomar decisiones de manera democrática, en asambleas políticas de ciudadanos, comenzó a abrirse un nuevo universo de posibilidades. Por un lado, era posible interpretar que los argumentos iban encaminados tan solo a persuadir a los demás de los intereses particulares de uno mismo: así lo entendieron los sofistas. Por otro lado, y frente a ellos, Sócrates, Platón y Aristóteles entendieron que la argumentación pública podía servir para algo más que persuadir de un interés; era posible, asimismo, descubrir desinteresadamente la verdad y actuar en función de ella. En otras palabras: en el momento en el que comenzó a haber discursos enfrentados polémicamente, surgió la posibilidad de cerrar la polémica no con una victoria de unos intereses particulares sobre otros, sino a través de una común «derrota» de todo interés particular en favor del desinterés de lo común, de la verdad común, del bien común.

De esa forma de discurso según el cual el objetivo pasa a ser encontrar conjuntamente con los demás la verdad común sobre las cosas y las acciones se ocupó la filosofía. La filosofía creció y se desarrolló históricamente en sociedades políticas (sociedades, por lo tanto, compuestas por múltiples intereses particulares enfrentados) con el fin de alcanzar ese ideal del absoluto desinterés (el ideal de una búsqueda desinteresada y colectiva de la verdad común)

La filosofía es, entonces, una actividad intrínsecamente desinteresada. ¿Significa esto que no tenga ningún interés? Si prestamos atención al contexto político en el cual surge la filosofía, entonces no podemos evitar concluir lo siguiente: siempre que la filosofía busque de manera desinteresada la verdad y la justicia, el conjunto de intereses particulares de la sociedad intentará, por su parte, imponerse unos por encima de otros, en una lucha fratricida en la que solo puede ganar el más fuerte. De este modo, el hecho de que haya un lugar en la sociedad donde, sencillamente, se diga la verdad sobre las cosas y las acciones ha de resultar enormemente molesto para los intereses particulares de toda la sociedad, sobre todo para aquellos intereses hegemónicos, esto es, aquellos que, al estar en situación de superioridad sobre el resto, sacan ventaja del estado actual de las cosas, sacan ventaja del modo de funcionamiento de la sociedad que se considera «normal».

A la filosofía le interesa el desinterés: le interesa que no se dé gato por liebre, esto es, que, por ejemplo, no se haga pasar por un argumento desinteresado lo que, en realidad, no es sino una interesada manipulación. En cambio, a los intereses particulares de la sociedad, por su parte, lo que les interesa es que se sigan dando por buenas sus mentiras, que se sigan creyendo sus mitos y que continúen siendo aceptadas sus injusticias, para que todo siga funcionando del modo habitual. Por eso la filosofía siempre ha resultado «peligrosa» o, al menos, poco conveniente, para el statu quo de cualquier sociedad, en especial de aquellas sociedades (quizá todas las que han existido históricamente hasta el día de hoy) en las que rija algún interés particular en vez del desinterés de lo universal.

Una revolución política exigida desde la filosofía

Cuando Tales de Mileto se cayó a un pozo, todo el resto de humanos caímos de algún modo también con él en un sitio imprevisto, un destino insospechado respecto al que todavía nos queda mucho camino que recorrer. Desde ese momento (esto es: desde el comienzo mismo de la filosofía) las metas y objetivos políticos que nos podemos proponer ya nunca fueron los mismos. Los ideales políticos que desde entonces se nos presentan son varios y complejos, pero tal vez podrían resumirse en el ideal de una «república cosmopolita», de un verdadero «Estado de derecho» en el que espartanos, atenienses o persas seamos iguales ante la ley y gocemos de los mismos derechos.

Alejandro Magno (detalle del mosaico de la batalla de Issos (333 a. C.) hallado en la Casa del Fauno, en Pompeya)

Podemos representarnos este ideal que nace con la filosofía leyendo un texto del filósofo e historiador Plutarco (Πλούταρχος, 46 o 50-120 d. C.) en el que nos cuenta cómo el gran conquistador Alejandro III de Macedonia, más conocido como Alejandro Magno (356-323 a. C), intentó administrar su imperio según un principio heredado de la filosofía que tenía su origen, sobre todo, en Platón:

«No trató a los griegos como caudillos y a los bárbaros despóticamente […] ni se preocupó de los primeros como valientes y amigos ni se comportó con los otros como si fueran plantas o animales, pues esto habría llenado su gobierno de muchas guerras, destierros y de enconadas sediciones. Por el contrario […] ordenó que todos consideraran al mundo su patria, al ejército su fortaleza y protección, parientes a los buenos y extraños a los malos. Y que el griego y el bárbaro no se diferenciaran por la clámide y el escudo ni por la daga y el caftán, sino que el griego se señalara por su virtud y el bárbaro por su maldad».

Plutarco, Obras morales y de costumbres (Moralia) V, «Sobre la fortuna o virtud de Alejandro», traducción de Mercedes López Salvá, Editorial Gredos, Madrid, 1989, p. 241 (329)

Reflexionemos un momento acerca del tipo de revolución política que plantea el texto de Plutarco: los griegos, en adelante, no debían considerar ya griegos a los que hubieran nacido en Atenas, Esparta o Mileto, sino a aquellos que fuesen virtuosos, aunque hubieran nacido en Etiopía o Afganistán. Tampoco debían considerar ya parientes a sus familiares, sino que debían considerar familiares y parientes a los buenos y ajenos y extraños a los malos (aunque fuesen parientes suyos de sangre). 

¿Cuál es, en esencia, pues, esta pretensión? Es la voluntad política de conseguir crear un mundo en el que nunca ocurra que los lazos de sangre, los lazos de familia, tribales o nacionales, pretendan tener más autoridad que la razón. Que la razón sea, por lo tanto, la que determine lo que es lícito y lo que no lo es, lo que es justo y lo que es injusto, lo que es bueno o lo que es verdadero. 

Incluso aunque, para conseguir esto, haya que enfrentarse a siglos de tradición, a costumbres milenarias, a autoridades religiosas. O aunque para conseguir este mundo haya que enfrentarse a la fuerza de toda una familia, una tribu, una nación o, incluso, una civilización, si es que se da el caso de que éstas han legislado injustamente y han creado un mundo de instituciones injustas.

En definitiva: la razón no nos autoriza a llamar buenos a nuestros amigos y malos a nuestros enemigos, sino que nos incita a llamar amigos a los buenos y enemigos a los malos. Y, en cierto sentido, esta misma pretensión es la que emana de lo que llamamos «Estado de derecho»: poner las cosas «en Estado de derecho», esto es, obligarlas a adecuarse a las condiciones del derecho, implica que no debe haber familia, tribu, nación, clan, secta o mafia que pueda tener la pretensión de legislarse usando una autoridad más alta que la razón. En nuestro mundo político actual esto suele expresarse afirmando que no hay ningún Estado (ni ningún poder dentro del Estado) al que se le autorice violar la Declaración Universal de Derechos Humanos

El poeta Federico García Lorca decía algo parecido a la idea que expresa Plutarco en su texto al afirmar que «el chino bueno está más cerca de mí que el español malo»:

-L.B.: ¿No crees Federico, que la patria no es nada, que las fronteras están llamadas a desaparecer? ¿Por qué un español malo tiene que ser más hermano nuestro que un chino bueno?

-G. L.: Yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre de mundo y hermano de todos. Desde luego, no creo en la frontera política

Salvador Rodríguez (introducción y transcripción), La última entrevista a García Lorca, Diario «La Opinión. A Coruña», 3/01/2010

Recordemos el mito de la caverna que tratamos en el primer tema. En él, Platón nos habló de dos mundos. Pero, claro está, estaba hablando alegóricamente: Platón es consciente de que, en verdad, solo existe un único mundo, de que dentro y fuera de la caverna estamos en el mismo mundo, en este mundo. Lo que habría, más bien, es dos formas de iluminar este mismo mundo, dos formas de verlo y comprenderlo, dos formas de habitarlo y de intentar actuar en él. El mundo que habitamos y miramos desde la filosofía es este mismo mundo, pero visto desde la luz de la verdad, la justicia y la belleza. En el ejemplo del primer tema, vimos cómo, a pesar de que los atenienses o los persas pueden querer mirar y medir el mundo «a lo ateniense» o «a lo persa», la geometría lo mide de una manera que tanto atenienses como persas deben admitir como verdadera.

[VERDAD] Cuando nosotros o los espartanos miramos el mundo, creemos estar viéndolo «a la luz del sol»; pero lo cierto es que también lo estamos viendo a la luz de nuestras tradiciones, nuestra religión heredada de padres y abuelos, a la luz de los relatos que nos llegan de aquellos que tienen más poder de hacerse oír, más poder para la propaganda, para disponer de medios de comunicación… más poder, incluso, si hace falta, para mentir. Así, cuando miramos el mundo de manera espontánea, lo que hacemos es mirarlo a la luz de millones de prejuicios que nuestra historia ha ido depositando en nuestras cabezas, en nuestra cultura, en nuestras costumbres… Pero, según hemos visto, la geometría, por ejemplo, nos permite medir el mundo a la luz de una luz distinta, que es independiente de todo el tejido cultural que estamos mencionando. La geometría es algo racional. Por eso, podemos decir que la razón nos permite iluminar el mundo de manera distinta. Y a la luz que ilumina nuestro mundo conforme a la razón la filosofía la llamó «verdad».

[LIBERTAD] Por otro lado, si ya no solo se trata de medir el mundo sino de actuar y vivir en él, ¿tendremos que hacerlo necesariamente en tanto que espartanos, atenienses o españoles? ¿Qué pasaría si intentáramos vivir en el mundo desde ese mismo lugar en el que nos hemos descubierto independientes de nuestro ser espartanos, atenienses o españoles? No tendríamos que renunciar a ser españoles o espartanos tampoco, no sería necesario. Podemos, incluso, estar muy orgullosos de serlo; pero de lo que se trata es de que nuestros actos no dependan del hecho de que somos espartanos, que no sean un mero efecto de nuestra nacionalidad. Antes hemos llamado a esto mismo de lo que estamos hablando «libertad»: que nuestros actos no sean un mero efecto de lo que somos, de nuestras identidades culturales, ideológicas, etcétera. En tanto que somos libres, dejamos de ser esclavos de lo que somos (por ejemplo, estadounidenses), dejamos de ser un mero efecto de nuestro «ser estadounidenses» (o espartanos) e, incluso, podemos llegar a decir que no hay derecho a que las cosas sean como son: por mucho que Estados Unidos (o Esparta) lleve siglos haciendo las cosas así.

[JUSTICIA] Pongamos un ejemplo para entender mejor de lo que estamos hablando: durante siglos y milenios, la esclavitud fue practicada legalmente en el mundo. Pero fue, sin duda, algo así como «la voz de la libertad» la que exigió, desde la razón, que eso no podía seguir siendo así. Por supuesto, no debemos ser ingenuos: normalmente no sucede en el mundo aquello que la razón exige: normalmente es, más bien, al contrario. La razón y la libertad son frágiles: pueden ser comparadas con una peculiar débil planta que exige condiciones materiales muy concretas e inusuales para poder germinar. Muchas veces, puede parecer que personas y Estados siguen los dictados de la razón cuando, en realidad, están obedeciendo intereses muy particulares. Pero la razón, independientemente de este hecho, es insobornable y tozuda: con independencia de los intereses particulares y los hilos que verdaderamente mueven la historia, ella sigue mandando lo que corresponde racionalmente. Ha habido determinados momentos históricos en los que la razón ha podido iluminar el mundo y plasmar en él sus exigencias. Podemos considerar como uno de esos momentos la exigencia a todos los gobiernos y parlamentos del mundo del respeto y cumplimiento de una declaración universal de derechos humanos. Mirando el mundo con los ojos de la razón (y no con los ojos de la tradición, la religión, el poder o la costumbre) la esclavitud es, sencillamente, algo intolerable. Así, esa luz racional que ilumina el mundo para la libertad puede llamarse «justicia».

Verdad, justicia y belleza

En el mito de la caverna, el filósofo Platón unifica la luz de la verdad y la luz de la justicia en lo que llama «la idea de bien», y la compara con la luz del sol, la cual es inaccesible para los que están dentro de la caverna. Además, Platón nos habla de otra luz que también ilumina este mundo para la filosofía: se trata de la belleza.

Hasta este momento nos hemos estado centrando, en esta aventura que es la filosofía, en la experiencia de la geometría y de la libertad. Así, -hemos dicho ya- ante la geometría es como si el ser humano tuviera que decirse a sí mismo: «esto que estoy diciendo lo tendría que decir también aunque fuese yo otra persona» (esto es, si en lugar, por ejemplo, de ser español fuese afgano o francés). Por otro lado, hemos señalado que la libertad nos pone, también, por encima de nosotros mismos, por encima de nuestras idiosincrasias tribales o culturales: es bueno ser español o estadounidense, pero no ser esclavo de «lo español» o «lo estadounidense»; está bien, digamos, ser hombre o mujer, pero no ser necesariamente siervo de «lo varonil» o de «lo femenino» (lo que sea que quiera significar esta expresión); tal vez es bueno ser católico o musulmán, pero no necesariamente es bueno obedecer a las jerarquías católicas o islámicas por encima de lo que a uno le dicta su propia razón. Un ejemplo muy bestia pero real: nadie tiene derecho a lapidar a una mujer adúltera por muy musulmán que sea.

Podemos decir, siguiendo el argumento, que la libertad también, de algún modo, nos está obligando a decirnos a nosotros mismos: «lo que estoy haciendo no depende de que sea espartano, o varón, o católico, o musulmán, no es un mero efecto de eso… lo estoy haciendo porque es mi decisión, la cual está por encima de todo eso que yo soy o dejo de ser». Podemos afirmar que esos son nuestros sentimientos cuando estamos habitando el mundo con la luz de la verdad (en el ejemplo: la geometría y el teorema de Pitágoras) y la justicia (en el ejemplo, la libertad -independiente de nuestra cultura u origen- de decidir racionalmente lo correcto -que nadie tiene derecho a lapidar a nadie, que eso no es justo-).

[BELLEZA] A todo esto hay que añadir una nueva consideración: la cuestión de la belleza. Ante ciertas cosas bellas, cuando lo son verdaderamente, sentimos también algo verdaderamente peculiar. Es cierto que «sobre gustos no hay nada escrito», como dice el refrán, y que los japoneses tienen gustos japoneses y los españoles gustos españoles (diferentes a los de los persas o a los de los atenienses, también). Si a mí me gustan las gambas a la plancha y a mi amiga, en cambio, le gustan más los pollos asados, no sería necesario que discutiéramos por eso. Normalmente, si algo me gusta, no tengo que pretender que a los demás les guste también. Sin embargo, es cierto, también, que existen ciertas cosas que nos obligan a decir algo más que un simple «esto me gusta»; ante esta clase de cosas, solemos decir, más bien, «esto es bello». Cuando usamos la expresión «esto es bello», en realidad estamos diciendo que no solamente nos gusta, sino que es esperable que a todo el mundo le vaya a gustar también. Por ejemplo: ante una puesta de sol, no decimos «me gusta esto», sino que decimos, con admiración, «esto es bello» (u otra expresión equivalente). Lo mismo nos ocurre con las obras de arte: nadie, en condiciones habituales, discute por los pollos asados, pero, en cambio, sí se suele discutir sobre obras de arte (por ejemplo, sobre una canción que consideramos hermosa y otra persona detesta). La razón es que cuando consideramos algo bello, nos cuesta mucho entender que a otros no se lo parezca.

Por supuesto, claro está, es realmente difícil saber si en cada caso concreto estamos ante algo que es verdaderamente bello o, en cambio, simplemente estamos intentando imponer a los demás nuestros gustos personales. Pero eso, siendo cierto, no es lo importante ahora. Lo importante es que ante las cosas bellas sentimos de un modo muy especial (por ejemplo: ante una bella canción, o ante una chica o un chico bellos, o ante la visión de la luna llena en una apacible noche de verano, pura). Ante cosas bellas sentimos que lo que sentimos lo seguiríamos sintiendo igual si fuéramos otros, si en lugar de ser hombres españoles fuéramos, por ejemplo, mujeres afganas: sentimos que cualquiera sentiría la misma admiración que sentimos nosotros. Claro, quizá nos equivoquemos en nuestra pretensión, quizá ese chico o esa chica no son tan guapos, quizá esa canción no es tan bella, quizá este paraje nocturno a la luz de la luna no es tan hermoso y agradable… pero nosotros sentimos que cualquiera debería estar sintiendo lo mismo que nosotros ante lo que consideramos bello. De alguna manera, ante la belleza nos sentimos sintiendo lo mismo que todos los demás. No importa si efectivamente los demás lo sientan también. Lo importante es que nosotros sentimos que es así, nos sentimos, por tanto, en comunicación con los demás, nos sentimos, de algún modo, lo mismo que ellos; sentimos, en otras palabras, algo así como una fraternidad universal.

© Photothèque des Musées de la Ville de Paris – Ph. Ladet. «Unité, Indivisibilité de la République, Liberté, Egalité, Fraternité ou la mort». Gravure coloriée éditée par Paul André Basset, prairial an IV (1796)

De esta manera tan inesperada, nos hemos topado con el término que nos faltaba para completar el lema de la Revolución Francesa, con el cual se acabó guillotinando a un rey y se removió el cuerpo político de toda la humanidad, de tal suerte que ya nada volvió a ser como antes: Libertad, Igualdad y Fraternidad.

En resumen:

  • Libertad (la razón nos hace libres de nuestras dependencias) –> Ante las acciones justas pensamos: «lo que estoy haciendo lo haría cualquiera».
  • Igualdad (la geometría y la razón nos hacen iguales) –>  Ante la verdad pensamos: «lo que estoy diciendo lo diría cualquiera»
  • Fraternidad (ese sentimiento que nos hace partícipes de una comunidad) –> Ante la experiencia de la belleza pensamos: «lo que siento lo sentiría cualquiera»

Y es que la revolucionaria idea de una república cosmopolita, en la que todos los seres humanos seamos libres, iguales y fraternos, es hija de la filosofía.

Reacciones contra el proyecto político de la Ilustración

Este proyecto político de la Ilustración que hemos ido describiendo en estos primeros temas nunca ha logrado en la historia dar un paso sin encontrarse inmediatamente con una intensa resistencia. Contra la pretensión filosófico-ilustrada de construir una sociedad basada en las exigencias de la razón (esto es, basada en los principios republicanos de libertad, igualdad y fraternidad) siempre se ha articulado una resistencia basada en los principios de la tradición: patria, familia, dios, rey… En torno a estos y otros principios se han reunido las más variadas defensas de los derechos de sangre y los privilegios de linaje, además de todo tipo de supersticiones, dogmatismos religiosos, costumbres irreflexivas y, en general, la defensa de la tradición y las costumbres como único modo de ordenar las sociedades humanas.

Contra el intento de basar la articulación de la sociedad en la libre voluntad de hombres y mujeres (en definitiva, es eso a lo que nos referimos cuando usamos la expresión «Estado de derecho») se ha argumentado que no hay modo alguno dotar de consistencia a un cuerpo social más que plegándose a los dictados de la tradición y a la distribución de funciones y papeles que asignan las costumbres. Así, lo más digno que podría esperarse de un ser humano es que fuera un buen español o un buen alemán; que fuese una buena esposa o un marido ejemplar; un intachable trabajador, un soldado obediente… Cualquier intento que fuese más allá de eso, cualquier intento de organizar la sociedad, de pensar y actuar desde esa «tierra de nadie y de todos» de la razón y la libertad, acaba siendo interpretado como un peligroso juego que amenaza al orden social en su conjunto.

Un ejemplo de reacción contra el proyecto político ilustrado se dio, como cabe esperar, tras la Revolución francesa: autores como el irlandés Edmund Burke (1729-1797) o el conde Joseph de Maistre (1753-1821) representaron una reacción directa contra el intento republicano de fundar un orden jurídico basado ante todo en las exigencias de la razón común humana. De Maistre, por ejemplo, sostiene lo siguiente:

«La Constitución de 1795, de igual manera que las anteriores, está hecha para el hombre. Ahora bien, no hay hombres en el mundo. Durante mi vida, he visto franceses, italianos, rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia».

Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, traducción de Joaquín Poch Elío, Editorial Tecnos, Madrid, 1990, p. 66

Según de Maistre, «una constitución que está hecha para todas las Naciones no está hecha para ninguna, es una pura abstracción». ¿Qué sería, según él, la auténtica Constitución de un orden social?:

«¿Qué es una constitución? ¿No es la solución del problema siguiente? Dadas la población, las costumbres, la religión, la situación geográfica, las relaciones políticas, la riqueza, las buenas y las malas cualidades de una cierta Nación, encontrar las leyes que le convengan».

Ibíd., p. 67

Así, según de Maistre, las leyes deberían ser una codificación de las costumbres más exitosas cristalizadas por la tradición en cada sociedad.

En el presente quizá resulte difícil encontrar representantes tan lúcidos como de Maistre del pensamiento reaccionario. Sin embargo, estos planteamientos siguen teniendo efectos políticos a día de hoy. Por ejemplo, se puede considerar como un planteamiento de esta índole el intento de impedir, por parte de instituciones eclesiásticas, que se enseñen en las escuelas los principios fundamentales de la ciudadanía. Asimismo, el auge de partidos de extrema derecha en el panorama político europeo representa el avance de quienes sostienen que las leyes de cada país deben, ante todo, nutrirse de las costumbres, la religión, el modo de vida y las buenas o malas cualidades de esa nación y, por lo tanto, deben excluir a quienes no comparten esas costumbres, esa religión o esas cualidades. Aunque muy probablemente, estos problemas que mencionamos sean, en el fondo, más complejos. La solución a nuestros problemas de convivencia tiene que venir, al menos para la filosofía, de una búsqueda colectiva -entre todos- y desinteresada del bien común, de la verdad común.


Actividades de comprensión de los apuntes:

  • ¿Según lo estudiado en el tema, ¿cuáles eran los usos de la palabra en Grecia? ¿Cuál fue la actitud de Sócrates, Platón y Aristóteles en relación al uso de la palabra? ¿Y la de los sofistas?
  • ¿Qué resulta peligroso de la filosofía y por qué?
  • ¿Qué es lo esencial del texto de Plutarco leído en este tema y cuáles son sus implicaciones?
  • ¿Qué significa «Estado de derecho»? 
  • Conforme a lo explicado, ¿cuál es la relación entre razón, libertad y verdad?
  • Conforme a lo explicado, ¿qué es la justicia?
  •  ¿Cuál es la diferencia entre «esto me gusta» y «esto es bello»? ¿Cómo nos sentimos ante las cosas bellas y qué implica eso?
  • ¿Qué crítica fundamental se hace desde el pensamiento reaccionario al proyecto ilustrado de articular una sociedad sobre la base de principios racionales?