Dice Aristóteles (un filósofo que vivió en Grecia hace muuuucho tiempo, en el siglo IV a. de C.) que los hombres, las personas, “-ahora y desde el principio- comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo”. Primero se maravillaron ante los fenómenos sorprendentes más comunes (como un niño cuando ve llover por primera vez); pero, después, al ir progresando poco a poco, se sintieron también perplejos “ante las cosas de mayor importancia, por ejemplo, ante las peculiaridades de la luna, y las del sol y los astros, y ante el origen del Todo”. Seguro que conoces esta sensación de perplejidad: todos la hemos sentido desde bien pequeños, aunque muchos, cuando crecemos, la vamos olvidando, tapando. Nosotros y nosotras vamos a intentar, tanto dentro como fuera de clase, despertar y mantener despierta esa perplejidad, esa capacidad de admirarnos ante todo lo que nos rodea. Porque estamos vivos y, como dicen que dijo otro gran filósofo de la antigüedad, “una vida sin reflexión no es digna de ser vivida”.



Nos cuenta Platón que Sócrates (no el futbolista sino el filósofo) afirmó que “una vida sin reflexión no merece la pena ser vivida”. ¿Qué pudo querer decir con eso? ¿Cómo es una vida sin reflexión? Nosotros pensamos que desde bien temprano nos brotan preguntas filosóficas sobre nosotros y el mundo… pero a medida que pasan los años, las vamos tapando. ¿Cómo serían el mundo y nuestras vidas sin tapar nuestras preguntas filosóficas, aquellas mediante las que nos preguntamos por el sentido de nuestras vidas, por la razón por la que hacemos lo que hacemos, por la causa de que las cosas sean como son y no de otra manera?