Entrega VI
(03/1999)
Bueno, y una vez que hemos descubierto que yo estoy partido y en guerra conmigo mismo, mi Yo real y creyente en la Realidad y dispuesto a trabajar por hacerme mi Futuro, como Dios manda, y aburriéndome y tapando mi aburrimiento con cualesquiera diversiones que me vendan, y frente a ese Yo de verdad, que no soy mío, sino común, que no soy nadie, porque soy cualquiera, ahora ¿qué? : la eterna y cansada demanda real y realista: ¿en qué quedamos?, ¿qué hacer con esa contradicción? Si obedeciendo a la Ley no hago más que hacer lo que está hecho, creer en mi muerte siempre futura y colaborar a mi vacío y mi falsedad, y si, por otro lado, no obedeciendo, diciéndole “No” a la Realidad, me pierdo, me desintegro y me deshago, entonces ¿qué?.
La tentación que, a primera vista, parece más honrada, es decidir “Pues nada. Pues, entonces, no hacer nada”. Pero ésa es un ilusión también: ‘nada’ es tan totalitario y tan fascista como ‘todo’; pertenece a las falsedades de la realidad: en verdad, no hay ninguna nada; en verdad, siempre está uno haciendo algo, unas veces, colaborando al Futuro consabido, trabajando o divirtiéndose – da lo mismo -, haciendo lo que está hecho, confirmando la mentira y fe de la Realidad; otras veces, tal vez (¿quién sabe?), por el contrario.
En cualquier caso, lo que haga uno personalmente, por su voluntad propia, no puede servir más que para cumplir su destino, para su éxito y su muerte, para su ilusión; lo que haga otro que no es uno, aunque lo haga por medio de (y a pesar de) uno, eso (¿quién sabe – y su gracia y fuerza está en que no se sabe) a lo mejor vale para algo, sea para quien sea, para algo de verdad.
No se trata, por tanto, de poner empeño, de trazarse un plan y de cumplirlo, de trabajar: el trabajo, lo mismo que la diversión ya se sabe para lo que sirven. Se trata, por el contrario, de dejarse llevar, dejarse llevar a hacer cosas, a que se hagan por medio de unas cosas, que no existen, pero que por eso llaman a lo que en uno queda de niño, de pueblo, de no muerto. Es algo difícil eso de dejarse: es el Yo personal de uno lo que estorba; pero ¿qué se le va a hacer?: también se aprende, con el amor de las cosas y la costumbre, a olvidarse uno un poco de uno mismo, a dejar que lo arrastren las cosas adonde no sabe.
Quede claro que, desde luego, no se trata de hacer lo que está mandado, en los Planes de Estudio o donde sea, y tragar rollos insensatos y mortíferos y sacrificarse por el Porvenir, el Juicio Final y los Exámenes, pero que tampoco se trata de hacer lo que le guste a uno: ¿quién es uno para saber que lo que le gusta es lo que debe gustarle, que es lo bueno? Razones hay para desconfiar del gusto de uno y descubrir que lo que a uno le gusta es lo que los Padres, o el Estado y el Capital, quieren que le guste a uno.
No: el secreto del hacer algo es un enamoramiento: que a uno le entre un enamoramiento por alguna cosa, una pasión por hacerla, un gozo en el irla haciendo, y que sepa dejarse llevar por ese enamoramiento. Sólo así puede acaso hacerse algo que no esté hecho.
Pero, ay, bien sabéis vosotros, o sentís, que uno no se enamora a la fuerza ni porque quiera enamorarse. Es en esa equivocación en la que se funda la venta de inutilidades y la propaganda, religiosa o comercial – da igual – y los Planes de Estudio que se os proponen. Pero uno no se enamora a la fuerza, no: le pasa, o no le pasa; y ya está.
Y, con todo, sí, uno también puede hacer algo por enamorarse y hacer cosas de veras: a saber, quitar estorbos: no empeñarse, no creer, no divertirse, no tomar
(o lo menos posible) sustitutos del amor, y a ver qué pasa. A lo de niño, a lo de pueblo que te quede, a lo mejor, si le dejas, se le ocurre algo.