Entrega XI (12/1999)
He aquí un suceso. No sé si da la talla para ser noticia, una de las “noticias que en el día de hoy se han producido” que os venden por televisión todos los días, para que estéis enterados de lo que ha pasado y, por tanto, seguros de que no ha pasado nada del otro mundo. A lo mejor esto ni siquiera lo ha producido nadie ni sirve para nada. Pero acaso por eso mismo.
El caso es que, al salir de la estación de Vigo, camino de vuelta hacia la Capital, después de que el tren fuera recorriendo la orilla de la larga ría y ofreciéndonos entre llovizna y nieblas a medio desgarrar con el turbio sol de la mañana alta, casitas desperdigadas, talleres ferruginosos, la red de minúsculas plataformas para la pesca de mejillones tendidas sobre las aguas apenas encrispadas, entonces, al volver adentro del vagón, me doy cuenta de que va el último y que no lleva detrás nada y que puede uno, por la puerta de la cola, atrancada con una barra, ir asomándose a lo que va quedando atrás (que tiene su explicación: como esta sección del Talgo está destinada a acoplarse en Orense con la otra que viene de la Coruña, este final del tren o medio-tren lo dejan provisionalmente al aire, hasta que, acoplado con el otro, quede en mitad de la composición), de manera que allá me planto al cristal de la puerta trasera (no es nada fácil que a uno se le brinde una ocasión como ésta) y me pongo a ver, no lo que pasa, sino lo que huye. Ya era un gran regalo, por la ventanilla normal y lateral, ver lo que pasa, que es lo que permanece; pero esto de poder asomarse a lo que huye…
Los regalos de esto son, desde luego, innumerables: vías que se pierden y se juntan allá derechas brillando apenas entre la niebla, que de vez en vez se curvan con la elegancia de una culebra entre peñas y bosquecillos y matorrales, el desfile de cerros vigilantes que se escurren a mi derecha, y a la izquierda la compañía, a largos trechos, del río Miño que va, unas veces apretado y espumante, otras esplayándose en láminas plateadas, marchando allá a su destino en sentido inverso al de nuestro tren, y de cuando en cuando los túneles, o derechos, que te dejan ir haciéndosete el redondel del mundo entero más y más pequeño, como si ya lo vieras por microscopio, o enroscándose y alternándote a buen paso descansos de sombras con vueltas, siempre inesperadas, de los pálidos destellos del otoño, y tantas más sorpresas intercalándose serenamente, los oros de los robles por la derecha, por la izquierda los, de muy distinta moneda, de los chopos de los riachuelos, ahora algunas casuchas medio derruidas, pero manteniendo en alto los varales de sus parras de hojas enrojecidas, ahora un blanco balneario palaciego que montaran al pie del agua los ricos de antaño con su embarcadero para sus barquitas blancas de otro tiempo…
Y tantas las variedades y las ocurrencias del mundo que esta visión de atrás del tren me ofrecía, y hasta el comprobar la ley de la relatividad que antaño descubrí, una vez que en los viejos ferrocarriles se habían olvidado de ponerle al tren furgón de cola (a saber, que, si se fija la vista en lo más cercano, el rápido escape de raíles y postes y cunetas, entonces, con el resto de los ojos, te parece que lo lejano, peñas, árboles, nubes, se te acerca, se te quiere venir encima: “la huida real de lo inmediato, señoras y señores, parece ser la condición de la ganancia aparente de la pérdida de las cosas”), que, en fin, no había manera de quitarme de aquel turbio cristal, ni una hora, ni otra hora, hasta llegar a la estación de Orense.
Allí ya, (¡qué remedio!) me metí para el vagón, donde estaban compañeros de viaje en sus asientos acaso disfrutando de la película de Vídeo que les servían, sin enterarse de todo lo que había sucedido, esto que trato de haceros pasar como noticia de actualidad y de recordároslo, de que reviva en vuestro recuerdo: pues ahí debía de haber, sin que lo supiérais, algo de este viaje.