Entrega XVI (12/2000)

Entrega XVI – I De teatro 2000 (12/2000)

” ¿Para qué sirve el teatro?” me preguntaron. Y sucede con esta cuestión como con tantas otras, no ya de las letras, sino de la realidad física misma: que, con solo plantear la cuestión acerca de algo, se da por supuesto que se sabe qué es eso que se cuestiona, y por la cuestión misma se reafirma la fe en que se sabe. En otros casos será “luz”: “¿Cuál es la velocidad de la luz”? Aquí es “teatro” : pues ello es que puedo referirme a “un tipo de literatura que consiste en diálogos entre personajes”, o bien a “una especie de danza que trata con sus pasos y gestos de representar sucesos reales o imaginarios”, o puedo también, poniéndome más histórico, pensar en “un artilugio musical complejo de declamación de actores alternando con cantos de un coro, que desarrolla una situación mítica o histórica, que se inventó por el s. V a. J. entre los griegos” o también en “una función litúrgica que con su regulación de gestos, voces y sucesión de acciones simboliza unas relaciones misteriosas o trascendentes”, por no resignarnos a que “teatro” signifique sencillamente el sitio en que funciones como ésas se producen. Y es claro que no puede pretenderse que “teatro” abarque todas ellas juntamente y que el teatro, de cualquier forma que sea, sirva para una misma cosa, cuando en un tipo de teatro, como el escrito en prosa literaria, falta la regulación rítmica, en otro falta el argumento o queda pendiente de la improvisación, en uno hay coro, en otro sólo personajes individuales, el uno juega con símbolos, el otro quiere ser, como se decía del de Menandro, un espejo de la vida, y apenas se ve qué pueda haber de común en todos ellos. Por lo que me toca, me he dedicado largamente a producir, en contra del dominio de la Literatura, una serie de artefactos dramáticos (es decir accionales) que consiste esencialmente en un “juego con el tiempo”, lo cual quiere decir un juego con 2 tiempos, el uno contra el otro, a saber, el tiempo del argumento representado y de sus personajes, que muchos dirían que, por ser ficticio, es el real, y el tiempo de la representación misma, que es, por ejemplo, la hora y media, rítmicamente medida, que la función dura, y que es el de los actores y, por tanto, el del público también: si no juega, dentro del artefacto dramático mismo, la contradicción de un tiempo con el otro, digo que no hay teatro. Y por cierto que hace poco, en las discusiones de la tertulia política del Ateneo madrileño, al querer usar la figura del actor como reveladora de lo que es la persona (esto es, como manda la etimología, máscara) en la Realidad, se nos aparecía de una manera puntual y clara esa contradicción y juego: pues el actor, en el actor mismo de la representación, no puede identificarse con su personaje o máscara (bien lo sentía Brecht mismo) ni tampoco con su propio personaje en la vida real (el que figura a la puerta del teatro en el cartel de anuncio y en las comidillas de las Revistas del Corazón), del cual, en el acto, tiene igualmente que separarse; de manera que, no siendo ni el uno ni el otro, en cuanto actúa, no pertenece a la realidad, y así es como puede actuar contra ella y hacer que algo análogo suceda en las almas del público que está con él.